San Ignacio no es un santo “popular”.
La mayoría de la gente conoce mal a San Ignacio. Hay una “deformación” de su persona. Muchos lo conciben y dicen que san Ignacio es más militar que santo… un santo que sólo le interesa la obediencia como en un cuartel, la compostura exterior, la disciplina, que no tiene nada ni del romanticismo de un San Francisco de Asís, ni de la dulzura de un San Francisco de Sales, ni la inocencia y sencillez de una Santa Teresita…
Esa es una imagen falsa del santo de Loyola.
Él era un enamorado de la naturaleza, en la cual veía la mano del Creador; era tan agradable en el trato que a todos les gustaba hablar con él; era tan sencillo y humilde que cuando sus compañeros en la Fundación de la “Compañía de Jesús”, los jesuitas, lo eligen como su primer Superior General, se niega por tres veces, y ante la persistencia de sus compañeros en elegirlo por unanimidad, dice que sólo aceptará si su confesor después de una confesión general de toda su vida, así se lo mandase; era un santo terriblemente tierno, hasta el punto de celebrar la Santa Misa inundado de lágrimas.
Y así muchos otros rasgos desconocidos de su vida que lo convierten en un ser fascinante, en un hombre lleno de Dios.
Por eso vamos a ir contemplando su vida, meditando lo que a él le pasó para sacar provecho en nuestra propia vida espiritual.
Iñigo, ese fue su nombre de nacimiento, nació en 1491 en Azpeitía, una villa (localidad) de la provincia vasca de Guipúzcoa. De una familia de sangre noble, era el menor de una familia de trece hermanos. La familia de los Loyola siempre se destacó por su fidelidad al rey de España.
Desde que tenemos noticias, todos los antepasados del santo lucharon valientemente por la unificación de los territorios que hoy conforman España bajo una sola corona.
Pero en realidad ninguno de los antepasados del santo, ni el mismo Iñigo fueron militares. Como era clásico en aquél entonces el Rey, aparte de su ejército, tenía a su servicio señores nobles que se ponían a sus órdenes con sus hombres para diversas misiones: sus caballeros.
En aquella época era clásico el ideal del caballero. Hoy día ya no existen, o están en vías de extinción, por eso vamos a comentar brevemente en qué consistía esa raza de hombres nobles: el caballero era aquel personaje que se distinguía por su valentía y lealtad al servicio de su señor. Era el requisito fundamental esa incondicionalidad. El caballero estaba al servicio sin miramientos, y tenía que ser valiente para jugarse la vida siempre que las circunstancias así lo demandasen.
Además, los caballeros tenían todo un código de normas y buenas costumbres que observaban minuciosamente. Sea en el hablar, como en el caminar, comer y en todas las acciones externas debían obrar con caballerosidad, ¡qué diferencia con lo que vemos hoy día!
Especialmente el caballero tenía sumo respeto y delicadeza en el trato con las mujeres. Y nunca le faltaba a ningún caballero aquella dama, esa mujer que era la dueña de sus ensueños, la única que tenía grabado en su corazón, para convertirla en la reina de su vida.
Por eso mismo circulaban los llamados “libros de caballería”, novelas pintorescas sobre hazañas de caballeros por conquistar heroicamente territorios para su señor, y por conquistar el corazón de esa dama amada y soñada…
San Ignacio fue uno de esos caballeros medievales.
¡Y de los mejores!
Ya desde niño se crió en ambientes cortesanos. Incluso fue paje en el Palacio del rey de España.
De joven pasó al servicio del virrey de Navarra y más tarde del Duque de Nájera.
En todos los lugares por donde pasaba dejaba la huella de su lealtad y valentía, por lo cual era muy apreciado por todos sus señores.
No le faltaron a este caballero, como a todos los de su época, hechos más o menos oscuros, turbulentos, con el fin de conservar el sentido del honor… En aquel entonces era bastante normal tomar la justicia por la propia mano y reprimir a todo aquel que haya manchado la honra personal, familiar o de un grupo social al que se pertenece. Como sabemos, entonces eran muy comunes los “duelos”…, los enfrentamientos armados entre familias enemigas, etc. Sabemos de nuestro santo que se le abrió un proceso en su pueblo natal, pero no se sabe exactamente cuál fue el delito. Por ciertos indicios parece que con su hermano le dieron una paliza a un clérigo enemigo de la familia Loyola, pero exactamente no se sabe…
A Iñigo, como a todo buen caballero, no le faltaba la dama de sus ensueños, la señora que le había robado el corazón: Esta “dama” era más que “condesa” o “duquesa”, luego tenía que ser una princesa o reina, lo cual nos da una pista sobre las aspiraciones de este caballero… siempre pensaba a lo grande, siempre lo que más.
Vivía una vida frívola, mundana. Tenía fe (su familia, como todas las de España de aquel tiempo, era muy cristiana), pero muy tibia, preocupado extremadamente en las cosas del mundo y olvidado en la práctica del servicio de Dios.
También a Iñigo, como a san Pablo, Dios le salió al cruce en el camino de la vida…
Estando al servicio del duque de Nájera los franceses pasaron las fronteras españolas con el fin de apoderarse de la provincia de Navarra. El primer gran objetivo era la ciudad de Pamplona con su castillo. Por ciertos problemas internos Iñigo se queda con muy pocos hombres a defender el castillo contra doce mil efectivos del ejército francés.
La desproporción era enorme. Pero él prefería morir antes que capitular entregándose a los enemigos de su rey. La defensa era heroica y se mantuvo admirablemente hasta que una bomba de cañón le dio a Iñigo en una pierna, dejándolo fuera de combate.
Al ver su “alma” herida, el resto de los que formaban el “cuerpo” de defensa se rindieron ante el enemigo.
Iñigo tenía una pierna destrozada, en ese estado fue llevado en ¡una litera! hasta su tierra. Allí le operaron la pierna con los medios quirúrgicos de aquella época. Estuvo muy mal, a punto de morir, pero pasó… luego comprobaron que le habían acomodado mal los huesos y que se habían soldado de manera que una pierna le quedaría más larga que la otra, y él, por pura vanidad, quiso que se la operaran nuevamente, y que le corten el trozo de hueso sobrante… ¡¡¡ni una queja!!!
Paremos un momento en nuestro relato:
Iñigo tenía entonces 30 años, y había vivido al margen de Dios, en una vida frívola, mundana, tibia. La gracia le llegará con esa bombarda que le destrozó la pierna…
Podemos preguntarnos ¿cómo es mi vida cristiana?, ¿no es como la de Iñigo?, ¿no estoy más preocupado de agradar al mundo y sus vanidades que de servir a Dios? Quizás estoy en una etapa de mi vida en la que me toca sufrir ¿no puede ser ésta una excelente ocasión para cambiar, para replantear mi relación con mi Rey y Señor?
Sigamos con nuestro relato y veamos cómo sufrió un cambio de rumbo la vida de este caballero: Después de su operación, muchísimo más dolorosa que la primera, tuvo que padecer una larga y penosa recuperación, sin poder andar, acostado y sufriendo…
Pidió entonces algo para leer. Como no había “libros de caballería” (sus preferidos), su cuñada le pasó dos libros: la “Vida de Cristo” y las vidas de los santos: “Flos sanctorum”.
El comienzo de la conversión de Iñigo fue una buena lectura.
También nosotros debemos hacer buenas lecturas. Poseemos veinte siglos de fecundidad en la Iglesia, que no sabemos, muchas veces, aprovechar.
El cambio fue grande en Iñigo. La lectura de ambos libros le consolaba sobremanera. Luego también se entretenía en pensar en sus antiguas vanidades, pero con el tiempo se dio cuenta de una cosa: cuando terminaba de leer los libros de la vida de Jesús o de los santos, quedaba consolado por largo tiempo. Pero cuando se entretenía con las imaginaciones de hazañas y vida mundana sentía gran deleite al tenerlos, pero después de ese tiempo quedaba triste y apesadumbrado.
Él no se percataba de la diferencia hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y comenzó a discernir los diferentes espíritus.
Allí comenzó su conversión radical.
El caballero mundano pensaba ahora en servir a otro Señor, en hacerse “Caballero de Cristo Rey”.
No había abandonado sus sueños de conquistas amorosas. Esa princesa que deseaba enamorar quedó muy pequeña ante la nueva Dama de sus amores: La Reina del Cielo, la Ssma. Virgen María. Por eso, ya decidido a cambiar de vida, sale de su casa, ante el desconsuelo de sus parientes, especialmente de su hermano…, y se va en peregrinación al Monasterio de Nuestra Señora de Montserrat.
Así como los caballeros del mundo hacían una noche de “vela de armas”, antes de ponerse al servicio de un señor temporal, o de una importante misión, así nuestro santo pasó toda la noche en oración, terminada la cual se despojó de sus vestiduras lujosas y se vistió con el tosco sayal de peregrino.
Hizo confesión por escrito que duró tres días, es decir, estuvo tres días examinándose y diciendo al confesor sus pecados.
¡Qué diferencia entre el santo y nosotros! ¡Qué mal solemos hacer el examen de conciencia, somos superficiales, lo hacemos muchas veces por costumbre, sin dolor, sin propósito de cambiar!
De allí salió dispuesto al servicio del Señor, pero ¿qué hacer?
Tenía muchos proyectos: imitar a los santos en sus penitencias y en sus horas de oración, peregrinar a los Santos Lugares (Jerusalén), vivir colgado de la Providencia de Dios, etc.
No sabía exactamente cuál era la Voluntad de Dios sobre él.
Camino a Barcelona decidió pasar una temporada en Manresa, un pueblo que quedaba de camino, y se alojó en un hospital donde a la vez que vivía podía ejercer su caridad con los enfermos.
Como en el mundo era muy vanidoso, comenzó a hacer “locuras” para manifestar su amor a Cristo y reparar sus faltas pasadas. Así se dejó crecer el cabello y ni se lo peinaba, lo mismo las uñas de las manos y de los pies.
Y nosotros, aprovechemos a preguntarnos: ¿hago alguna “locura” por Cristo? O, por el contrario, ¿soy excesivamente cuerdo, estoy muy a la moda, muy a la par del mundo y sus vanidades?…
Con el tiempo dejó de hacer esas “santas locuras” porque se daba cuenta que eran obstáculos para que algunas personas se acercaran a él, y así hablar de Dios…
Allí en Manresa, pasó algo excepcional: él iba viendo todas las cosas que pasaban por su alma: consolaciones, desolaciones, escrúpulos, etc. Le parecía que era una “nueva vida”. Decidió entonces retirarse a una gruta o cueva en las afueras del pueblo para dedicarse más a la oración y la penitencia. Allí nacieron los Ejercicios Espirituales. Ignacio fue el primer ejercitante.
En este tiempo recibió muchísimas luces y gracias interiores, premios, sin duda, del Señor por su entrega generosa.
Podemos preguntarnos, si nos parece que recibimos pocas gracias y que no adelantamos en la vida espiritual, ¿no será que no nos entregamos totalmente a Dios en una vida de oración y de purificación seria y perseverante?…
En 1523 partió para Barcelona para allí embarcarse rumbo a Jerusalén.
No quiso aceptar ninguna compañía, porque quería ir con sólo Dios, abandonado totalmente en sus manos.
Incluso dudaba si llevar alimento para el viaje, o pedirlo de limosna. De allí partió para Roma donde debía conseguir del Santo Padre la concesión para peregrinar a Tierra Santa. La obtuvo el 31 de marzo de 1523.
Fue entonces a Venecia, desde donde salían las naves a la tierra donde había vivido Jesús.
Allí aprovechó a muchas personas con sus conversaciones espirituales. Tanto se aficionaron a él que le consiguieron una nave que lo llevase gratuitamente, y él nada llevó para su sustento, todo lo pedía de limosna.
Es precioso el relato de su llegada a Jerusalén (Autobiografía 44 y 45).
Admirable fue el consuelo y la devoción con que vivió esa peregrinación: en todos los lugares que pasaba recordaba y meditaba lo que había vivido Jesús, y trataba de sacar algún provecho. Todo lo cual hacía crecer su amor a Jesús y sus deseos de imitarle en todo, especialmente en sus menosprecios y deshonras (Autobiografía 47 y 48).
Y yo ¿qué busco de Jesús?, ¿sus consuelos y beneficios?, ¿quiero imitar también sus ultrajes, sus humillaciones, la discriminación?
Su primer plan se veía frustrado: los franciscanos, guardianes de los Santos Lugares, por el temor de que Ignacio sea preso por los turcos, le prohíben radicarse en Tierra Santa.
¿Cuál sería la Voluntad de Dios?
En enero de 1524 está de nuevo en Venecia.
Decidió ir a Barcelona donde poder estudiar (¿para ser sacerdote?) y poder aprovechar mejor a las almas. Luego de dos años pasó a Alcalá, para hacer los estudios que ahora llamaríamos terciarios o universitarios.
Allí aprovechó a varias personas dándoles los Ejercicios Espirituales, y así se le juntaron algunos jóvenes que querían imitar su vida. Se llamaban Arteaga, Cáceres y Calixto.
Esto le acarreó envidias y problemas. Fue juzgado por la inquisición y encarcelado. El todo lo llevaba no sólo con resignación, sino con profunda alegría: “Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5, 10).
Y yo, ¿me entristezco cuando me juzgan mal? o ¿cuando por ser cristiano me persiguen o se burlan? Señal de que amo poco a Jesús.
Nada se le encontró reprensible, ni en su vida ni en su doctrina, y fue puesto en libertad.
Siguió luego sus estudios y apostolado en Salamanca, donde se repitió un proceso judicial y la completa absolución.
Allí fue cuando a una señora que vino a verlo a la cárcel y se lamentaba de la injusticia que sufría el santo, él entonces le dijo: “En esto mostráis que no deseáis de estar presa por amor de Dios… Pues yo os digo que no hay tantos grillos ni cadenas en Salamanca, que yo no desee más por amor de Dios” (Autobiografía 69).
Como veía que no adelantaba en España, pasó a estudiar a París, que era la Universidad de la Iglesia más famosa.
Uno de los que iban con él, de nacionalidad española, gastó el dinero que el santo había limosneado para solventar sus estudios. Luego se fue a otra ciudad (Ruán), donde cayó gravemente enfermo.
¿Qué hizo Iñigo? Fue a pie, descalzo y sin comer ni beber, todo un día de caminata hasta a esa ciudad. Allí lo encontró a su compañero, lo consoló y le dio lo necesario para sobrellevar la enfermedad. ¡Qué lección evangélica de devolver bien por mal!
De los compañeros que le seguían por este tiempo todos se dispersaron, lo abandonaron. Pero él no se desanimó en absoluto, siguió adelante, dándonos un ejemplo admirable de fortaleza.
Dios le brindó nuevos compañeros: los que compartían su habitación en el Colegio de Santa Bárbara se aficionaron poco a poco a él y se fueron uniendo a sus ideales: el primero fue Pedro Fabro, más tarde, aunque le costó bastante, también se le unió Francisco Javier, y al grupo se fueron sumando Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Simón Rodríguez y Nicolás de Bobadilla. Todos hombres de una talla excepcional.
La intención de este grupo era peregrinar a Tierra Santa, y, de ser posible, quedarse allí a vivir.
A causa de la guerra con los turcos las vías marítimas estaban cerradas; decidieron entonces repartirse por Europa y encontrarse al otro año en Venecia, para ver si podían esta vez embarcarse rumbo a la tierra de Jesús.
El fruto que realizaron en ese año fue grandioso, todo gracias a la formación recibida de Ignacio en los Ejercicios Espirituales. Porque los Ejercicios Espirituales son un método fantástico. Es el mismo Evangelio adaptado sabiamente para llevar a la conversión y la entrega total a todo aquel que los practique sin poner barreras a la gracia de Dios.
Al reencontrarse al año siguiente en Venecia la situación seguía igual, no podían viajar a Jerusalén, entonces decidieron ir a ver al Papa y ponerse a sus órdenes.
Nacía la “Compañía de Jesús”, nombre que Dios inspiró a San Ignacio, como un grupo de nuevos apóstoles muy unidos a Jesús.
Se funda una casa en Roma.
Atraídos por su vida ejemplar se les van sumando innumerable cantidad de nuevos compañeros.
Llegan los pedidos de todo el mundo para tener una fundación de estos nuevos apóstoles.
Así son enviados sacerdotes y hermanos jesuitas a todas partes: España, Italia, Francia, Países Bajos, Alemania, África, India, el “Nuevo Mundo”. Nadie quiere privarse de la presencia de estos santos sacerdotes formados por san Ignacio.
“Eso fue san Ignacio: un caballero de fuego, una llamarada del fuego de amor del Espíritu Santo, que ya empezaba a propagarse, comenzando por sus primeros compañeros y los que les siguieron, dispersados por todas partes, llegando hasta las tierras más lejanas”.1
Donde van hacen obras monumentales: conversiones, reformas sociales, colegios, universidades, misiones, etc.
A partir de entonces Ignacio se queda en Roma, gobernando su ejército de apóstoles al servicio de la Sede de Pedro.
“Es el representante genuino de la auténtica Reforma de la Iglesia y de la consiguiente Contrarreforma (frente a la pseudorreforma de Lutero, de Calvino, de Erasmo y de Enrique VIII de Inglaterra), dentro del marco imponente del sacrosanto Concilio de Trento, para cuya magna asamblea nombró como teólogos, a pedido del Papa, a tres de sus hijos más calificados.
Es la época de la reconquista de Granada a la Media Luna y del descubrimiento, conquista y evangelización de la América hispana.
Es la época de la Cristiandad y de las Cruzadas, la época en la que la Iglesia en España daba a luz a tres ínclitas órdenes religiosas: Dominicos, Carmelitas reformados y los hijos de san Ignacio.
¡Toda España era como un hervidero, un volcán, un pentecostés de fe, de fervor, de sabiduría, de arte y belleza, de expansión misionera!
En aquel clima de ideales, de creatividad y de grandeza, fue Dios preparando, templando, adiestrando al caballero Iñigo de Loyola, para una misión trascendental, que marcaría nuevos rumbos a la historia de la Iglesia y de la humanidad”.2
Su vida en Roma era de una sencillez admirable, y, a la vez (paradójicamente) tenía en sus manos los destinos de miles de almas de todo el mundo donde llegaban sus hijos.
Tan sencillos fueron sus últimos años de vida, que eran la preparación para su muerte, toda ella sin ningún aparato exterior: murió sólo, en la casa de la Compañía, en un momento que ninguno de sus hijos estaba con él. Era el 31 de julio de 1556.
Breve semblanza espiritual
Sería muy largo relatar todas sus obras de apostolado una vez fundada y extendida la Compañía. Por eso nos contentaremos con resumir su vida en una breve semblanza espiritual:
• Su penitencia: al comienzo de su conversión hizo penitencias exageradas, llevado por el ímpetu de reparar el tiempo perdido: días sin comer ni beber, pasando frío y calor, descalzo. Maceraba su cuerpo con toda clase de austeridades.
Sufrió durante toda su vida dolores de estómago terribles. Cuando murió se le hizo la autopsia para ver si se descubría la causa de dichos dolores, y le encontraron piedras, que algunos piensan que en esos primeros años las habría tragado para tener algo perpetuo que sufrir por Jesús.
“Este “hacer contra”, que no es otra cosa que el “negarse a sí mismo” exigido por el Señor (cfr. Mt 16,24), llevó a san Ignacio a tal extremo en austeridades, mortificaciones y penitencias, en humillaciones voluntarias y provocadas, que no sólo pisoteó su honor y honra, sino que también terminó arruinando su cuerpo, llegando a cometer divinas locuras”.3
• Espíritu de pobreza: ya lo vimos cómo deseaba tener a sólo Dios por ayuda. Exigía a todos sus hijos un extremo cuidado en el uso de las cosas y jamás aceptó la más mínima apariencia de lujo o superfluidad.
• Exquisita pureza: jamás ninguna mujer dijo que le viera alguna actitud menos bien, y eso que en Roma levantó la casa “Santa Marta” para rescatar mujeres de mala vida. Él mismo iba a buscarlas, las convencía y las llevaba a dicha casa (atendida por religiosas).
Un prelado le dijo una vez que no veía que esa casa solucionara nada, porque estas mujeres muy fácilmente vuelven a su mala vida. A lo cual respondió el santo que daba por bien pagados todos sus esfuerzos con tal que una de esas desdichadas no ofendiera al Señor aunque sólo sea una noche.
• Prudencia admirable: manejaba todas las obligaciones de la Compañía con una solvencia, perspicacia y lucidez incomparable. Siempre se veía a la corta o a la larga, que sus decisiones eran acertadísimas.
“El examen y el discernimiento constituyen la base de la prudencia en el obrar y del don de consejo que brillaron en san Ignacio de modo extraordinario.
Esta inclinación temperamental a la interioridad tenía que coincidir naturalmente con su afición al retiro, a la soledad y al silencio, con su admiración y nostalgia por la vida monástica.
A todo lo cual se ha de añadir su formación en la filosofía escolástica, propia de la época, basada en una lógica férrea y en un realismo metafísico enraizado en el ser”.4
• Caridad ardentísima: no había obra de caridad que no practicase. Practicó todas las obras de misericordia con un celo arrollador. Pero parece que su preferencia era el cuidado de los enfermos, el cual, aún siendo el General de la Compañía y teniendo tantísimas ocupaciones, nunca dejó de realizar.
• Espíritu de niño: era de una simplicidad, de un candor y afabilidad tan notables que a todos gustaba conversar y estar con él. Por eso lo llamaban “el seductor”…
• Fortaleza inquebrantable: en lo que veía ser la Voluntad de Dios no había quien pudiera disuadirlo, ni problema que se pusiera delante era para él insoluble. Si Dios lo quiere, cueste lo que cueste hay que llevarlo a cabo. Tenía una voluntad de acero, y una perseverancia heroica.
• Celo apostólico arrollador: que lo impulsaba a realizar lo que sea con tal de salvar un alma.
“Es evidente que la ‘clave’ para comprender la potencia apostólica de san Ignacio (y de su escuela) no puede ser otra que la vida mística de un alma endiosada, después de una dura y prolongada lucha ascética”.5
Podríamos seguir una lista interminable, pero pongamos punto final con las siguientes características de su riquísima personalidad:
• Obediencia: tanto se destacó en esta virtud, que en la historia de la espiritualidad se la apellidó con su propio nombre: “obediencia ignaciana”. Siempre existió la obediencia, pero si esta virtud se destacó en algún santo (por supuesto después de Jesús, María y José), fue en el santo de Loyola. Su docilidad a la Voluntad de Dios y a todos sus representantes: en primer lugar al Papa, y luego a la Jerarquía, fue total, sin restricciones. Estaba convencido que era el único medio eficaz de santificación. Porque era el medio por el cual el mismo Hijo de Dios nos redimió, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz…
“La segunda norma para sentir y conocer la divina voluntad es externa, la perfecta obediencia, virtud característica de san Ignacio y de su noble escuela, en la cual como leal soldado de Cristo Rey, se señaló como ninguno y la exigió a sus hijos.
Para él amar equivale a obedecer, y el amor a Dios se demuestra obedeciéndole en sus legítimos representantes, conforme a aquellas palabras del Señor: “Quien a vosotros oye a Mí me oye, y quien a vosotros desprecia a Mí me desprecia” (Lc 10,16)”.6
• Paternidad: Es notable su paternidad, reflejo de la Paternidad divina, que él supo hacer tan suya, y que lo hizo admirablemente fecundo:
“fue su dulce y fuerte paternidad la que sedujo y conquistó a sus hijos… ¡a tantos y tantos hijos (aun después de su muerte) a través de los siglos!
Es conmovedora, por ejemplo, la piedad filial, transida de admiración, respeto y veneración, del más preclaro de sus hijos, el gran san Francisco Javier, escribiendo a san Ignacio desde las lejanas tierras del Oriente.
Le llama ‘padre amorosísimo’, ‘padre buenísimo’, ‘padre mío único’, ‘verdadero padre mío’, ‘padre mío observantísimo’, ‘padre mío de mi alma’, ‘padre mío en las entrañas de Cristo, único…’”7
• Y, finalmente, su vida de amor a Dios, todo lo que se refiera a la piedad, la devoción, eran en él destacadas: su piedad a la Ssma. Virgen, a la que llamaba “su Señora”, que ya desde su conversión hizo la Dama de sus ensueños y amores. Su vida intensísima de oración ¡siete horas diarias! Su recogimiento y silencio. Su Santa Misa era el centro de toda su jornada. El se anticipó en cinco siglos a lo que enseñó el Concilio Vaticano II: la Santa Misa es el centro y culmen de la vida cristiana. Celebraba su Misa empapado en lágrimas, allí recibía gracias místicas abundantísimas. Antes de la misma leía y meditaba los textos “apropiándoselos”, y después de celebrada se quedaba por lo menos una hora en acción de gracias. En la Misa sentía la presencia de la Santísima Trinidad de un modo vivísimo y muchas veces quedaba sin fuerzas.
“Durante la Misa (que solía durar más de una hora) experimentaba grande efusión de lágrimas y sollozos, éxtasis, visiones intelectuales o imaginarias, sintiendo apretársele el pecho por el inmenso amor y dulzura interior, abrasándose en ese calor, perdiendo, en parte, la vista, de tanto llorar, perdiendo también, momentaneamente, el habla… ¡hasta llegar a enfermar!
La acción de gracias después de la Misa solía durar dos horas, arrobado en altísima contemplación.
De la Misa, como de una fuente abundante e inagotable, sacaba san Ignacio el discernimiento y la fuerza para gobernar la Compañía y el celo apostólico que le consumía.
A la Misa llevaba todas sus dudas y negocios, para consultarlos con su Rey y Señor, y recibir ‘confirmación’”.8
En fin, amados hermanos, que todo esto nos sirva para conocer y amar más a este santo tan grande y desconocido, para animarnos a realizar los Ejercicios Espirituales, y a vivir su espiritualidad. Para obtener de su intercesión la gracia de que queramos hacerlo todo para la MAYOR GLORIA DE DIOS, y nos decidamos, de una vez por todas, a “en todo amar y servir a su divina Majestad” (EE, 233), como nos enseña nuestro Padre San Ignacio, al final de sus Ejercicios. Amén.
1 P. José Luis Torres-Pardo CR, Ignacio de Loyola, caballero andante a lo divino, 25.
2 Idem., 6.
3 Idem., 23.
4 Idem., 11.
5 Idem., 27.
6 Idem., 20.
7 Idem., 15.
8 Idem., 35.