El Instituto Cristo Rey (ICR) es una comunidad religiosa, compuesta de sacerdotes y hermanos coadjutores, que, separados del mundo y mediante la profesión de los consejos evangélicos (de castidad, pobreza y obediencia), de una vida fraterna y estable en común se consagran totalmente a Dios, no buscando sino su mayor gloria, en la extensión del Reino de Jesucristo, al servicio de la Santa Madre Iglesia Católica.
El R. P. José Luis Torres-Pardo es el Fundador del ICR. El Instituto nació en la Arquidiócesis de Rosario, Argentina, en 1980, con el apoyo y la aprobación de los Arzobispos de ese lugar.
La Casa Madre del ICR se encuentra en Argentina, en la ciudad de Roldán (Provincia de Santa Fe), dentro de la circunscripción eclesiástica de la Arquidiócesis de Rosario.
La Realeza de Jesucristo, tanto individual como social, es el carisma, la misión y la razón de ser del Instituto, cuyos miembros han de vivirla en su triple dimensión: monástica, doctrinal y apostólica. Fin primario del Instituto Cristo Rey es el servicio a los sacerdotes y consagrados, ayudándoles en su renovación espiritual y formación doctrinal, con vistas a su acción pastoral.
Para lograr sus fines utiliza como medios principales: la predicación de la Palabra de Dios, la dirección de los Ejercicios Espirituales y la docencia de materias eclesiásticas.
Se dedica, al mismo tiempo, a la formación y santificación de los fieles laicos, dando prioridad a la “Legión de Cristo Rey”.
Nuestro Carisma
La Realeza de Cristo es, por inspiración del Espíritu Santo, el carisma y “don fundacional“, propio de nuestro Instituto.
Es el Ideal, la Pasión y el Estilo que debe informar la vida, la formación y la acción de los sacerdotes y hermanos de “Cristo Rey”; el sello o marca que los identifique, distinga y una; la razón de ser de nuestra vocación monástica, doctrinal y militante, en el seno amoroso de la Santa Iglesia, nuestra Madre, Maestra y Reina.
El Instituto ha nacido precisamente en esta “hora”, para dar testimonio, ante el mundo, de la Soberanía universal y absoluta de Cristo, “el solo Monarca, Rey de reyes y Señor de señores, que hizo la buena confesión en presencia de Poncio Pilato, al cual el honor y el imperio eterno. Amén” (Cf. 1 Tim 6,12-16), “pues es preciso que EI reine, hasta poner a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Cor 15,25), porque “todo fue creado por El y para El, El es antes que todo, y todo subsiste en El” (Col 1,16-17).
Nuestra misión es hacer reinar a Jesús en individuos, familias y naciones, pero comenzando por dejarle reinar en nosotros mismos, en nuestras mentes y en nuestros corazones.
La Realeza Social será la lógica consecuencia de la Realeza interior de Aquel que (sólo El) pudo decir: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).
Más aún, la Realeza de Cristo es, para nosotros, una Realeza esencial, fundada en el Ser subsistente de su Divinidad, en el Señorío absoluto de Sí mismo. Los que hemos sido recibidos, aunque débiles e indignos, bajo la bandera de Cristo, daremos la mayor gloria a Dios, Uno y Trino, siguiendo más de cerca a nuestro Rey dulcísimo, “haciendo contra nuestra propia sensualidad y contra nuestro amor camal y mundano” (E.E., 97), abrazando “todas injurias y todo vituperio y toda pobreza, así actual como espiritual” (E.E., 98), y “deseando más ser estimados por vanos y locos por Cristo, que primero fue tenido por tal, antes que por sabios y prudentes según el mundo” (E.E.,167).
En San Ignacio de Loyola, “caballero andante a lo divino”, hallaremos la encarnación viviente de la divina Realeza, en su sentido más genuino, al abrigo de posibles desviaciones, conforme siempre con “el sentido verdadero, que en la Iglesia militante debemos tener” (E.E., 352).
Esta Realeza ha sido y será siempre locura y escándalo para el mundo, y fue precisamente el título de Rey lo que provocó a sus enemigos el odio y la muerte de Cristo.
Este entusiasmo por Cristo Rey se convertirá en alegría y esperanza escatológica de su segunda Venida, al final de los tiempos, como Juez justísimo y misericordiosísimo, mientras la creación entera, hasta ahora, gime y siente dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios (cf. Rom 8,22).
La vida religiosa en el Instituto Cristo Rey
La vida religiosa en nuestro Instituto se caracteriza por tres dimensiones, desde las que se vive la riqueza del carisma de la divina Realeza: monástica, doctrinal y apostólica:
1) Aspecto monástico
a. Consagración
Somos religiosos, porque somos “consagrados” en alma y cuerpo. Esta peculiar consagración, que está enraizada en el sacramento del bautismo, y lo expresa con mayor plenitud, es, ante todo, un don y una acción divina; y, por parte nuestra, una respuesta de amor, mediante una entrega a Cristo Rey, consciente, total y libre, que nos convierte, por nuestro carisma, en signos vivientes de la divina Realeza, en y para la Iglesia, preanunciando, al mismo tiempo, la gloria del Reino futuro.
El seguimiento incondicional a nuestro Rey, casto, pobre y obediente, Religioso de Dios y consagrado por el Padre (cfr. Jn 10,36), nos compromete a practicar, con fidelidad y alegría, los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, por los cuales vencemos la triple concupiscencia (codicia de placeres, de riquezas y de la propia independencia), que son los principales obstáculos que se oponen a la libre ordenación y expansión de la caridad.
La profesión de los consejos evangélicos es el holocausto que, como caballeros de Cristo Rey, ofrecemos a su divina Majestad, “así como quien ofrece, afectándose mucho: Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta” (E.E., 234).
b. Liturgia
La sagrada Liturgia es principalmente el culto a la divina Majestad; resplandor, alabanza y ejercicio de la Realeza sacerdotal de Cristo; oración extasiada de la Santa Madre Iglesia, que celebra regocijada las glorias de su Rey-Esposo, gusto anticipado de la Liturgia celestial.
c. Vida interior
Para seguir más de cerca a nuestro Rey divino, tenemos que amarle con todo nuestro ser y, en primer lugar, conocerle íntimamente. San Ignacio nos hace pedir esta gracia, en la cual se resume toda la perfección religiosa: “Demandar conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga” (E.E., 104).
Cristo Rey es el Hombre ejemplar, armonía perfectísima de las dos naturalezas, divina y humana, en la unidad de la Persona del Verbo; y, dentro de su Humanidad santísima, armonía de su alma y de su cuerpo.
El Padre “nos ha elegido antes de la constitución del mundo para ser santos e inmaculados ante El, en el amor” (Ef 1,4).
Así pues, estamos llamados y obligados a tender eficazmente a la santidad, que consiste en la armonía de todas las virtudes, informadas por la caridad y reguladas por la prudencia sobrenatural, abarcando todo el hombre: inteligencia, voluntad y sensibilidad. Seamos naturalmente sobrenaturales y sobrenaturalmente naturales, a imitación de los santos y de la Santísima Virgen, más aún del Verbo Encarnado.
Sin vida de oración no puede haber crecimiento espiritual ni victoria contra las tentaciones ni fecundidad apostólica. Nuestra oración debe insertarse, a través de la Iglesia, en el “movimiento trinitario” de Dios, revelado por y en Jesucristo:
El fin de la oración es hacer la voluntad de Dios y “llevar a cabo su obra” (Jn 4,34), que para nosotros se concreta en el Reinado Social del Corazón de Cristo.
d. Vida común
Los que hemos acudido al llamamiento del Rey eterno y hemos sido recibidos misericordiosamente debajo de su bandera, formamos un solo cuerpo y un solo espíritu, unidos en Cristo por el carisma fundacional, para una empresa común; comunión que se manifiesta, de un modo visible y estable, en la vida comunitaria. Nuestra vida será común en todo (oración, disciplina, trabajo, alimento, descanso, recreo, apostolado).
De esta manera será más efectiva la caridad fraterna, vencemos mejor nuestro egoísmo y hacemos presente al Señor, que dijo: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18,20).
Nuestras comunidades aspiran a ser otros tantos cenáculos de caridad y unión, de paz y alegría, donde arda el fuego del Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, a semejanza de los primeros cristianos que tenían “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32). En “esto” conocerán que somos sus verdaderos discípulos (cf. Jn 13,35).
Buscamos todos en tener un mismo modo de pensar y de obrar, que constituya como un sello de familia unida. “Ved qué bueno y dulce es convivir juntos los hermanos!” (Sal 133,1).
La convivencia religiosa exige, además de las virtudes sobrenaturales, la práctica de las “virtudes sociales”, como, por ejemplo, la educación, la cortesía, la amabilidad, la sinceridad, el respeto, la colaboración, la solidaridad y el buen humor.
e. Hermanos coadjutores
A la luz del estilo monástico, propio del Instituto, es donde adquiere su razón de ser, su fuerza y su actualidad la hermosa vocación del hermano coadjutor.
Ejerciendo múltiples actividades, como “ángeles visibles de caridad”, su apoyo espiritual, apostólico y material a los sacerdotes del Instituto, presentes y futuros, es de un valor imponderable. Viviendo con espíritu de fe, de humildad y de recogimiento su sacerdocio bautismal, inserto en el Misterio de la vida oculta de Jesús Rey en Nazareth, han de preparar el advenimiento del Reino de Dios entre los hombres. Se deben destacar, ante todo, por su vida de piedad y por su devoción eucarística y mariana.
Los hermanos llevarán una vida en común como todos, compartiendo la Liturgia, los ejercicios de piedad, la mesa, el recreo, el trabajo y el apostolado, con los mismos derechos y obligaciones que los sacerdotes (excepto, naturalmente, lo que corresponde a las órdenes sagradas).
Padres y hermanos estén muy unidos, en un mismo ideal, al servicio de nuestro Rey divino.
Además de los trabajos humildes de la casa, que sabrán aceptar y pedir con buena voluntad, podrán también asumir mayores responsabilidades, que les serán confiadas, ya sea dentro de la comunidad, ya sea acompañando a los sacerdotes y ayudándoles en las obras de apostolado, propias del Instituto. Por estas razones, la vocación de hermano gozará de gran estima en el Instituto.
2) Aspecto doctrinal
a. Sentire cum Ecclesia
La Iglesia es nuestra razón de existir.
El Instituto se distingue por su devoción y adhesión filial al Santo Padre, representante en la tierra del Rey de reyes.
Por tanto, misión característica del Instituto es el estudio, la enseñanza y la defensa de la sana doctrina y, como consecuencia, la lucha contra los errores de la falsa ciencia.
No hay santidad sino en la verdad, como dijo Jesús en su oración al Padre: “Santifícalos en la Verdad” (Jn 17,17).
El amor y el respeto a la verdad nos mueven, no únicamente a exponerla con fidelidad, sino también a descubrir y refutar el error, que mancha la mente e impide la acción de la divina gracia. Esto conlleva a guardar, pues, la virginidad de nuestra inteligencia, con la misma solicitud y prudencia que la pureza corporal, teniendo en cuenta el consejo de santo Tomás: “Un pequeño error al principio, se hace grande al final”; y el consejo de san Agustín: “Matar el error y amar al que yerra”.
b. Santo Tomás de Aquino
Conforme al sentir y a las reiteradas recomendaciones de la Iglesia, “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3,15), nuestro principal maestro, en las ciencias teológicas y filosóficas, será indefectiblemente santo Tomás de Aquino, a quien debemos seguir con fidelidad, preferencia y particular devoción.
Esta predilección por el Doctor Angélico y su magisterio, deberá constituir una “nota” distintiva de nuestro estilo de pensar, así como de nuestra formación y enseñanza doctrinal.
c. Formación humana
El Verbo, “resplandor de la gloria del Padre” (Hb 1,3), al crear el mundo y redimir al hombre, “mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura, y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura…” (San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual); hermosura que no es sino el resplandor de la divina Realeza, reflejada en el rostro de Cristo, Armonía de todas las cosas.
Se comprenderá fácilmente la necesidad de una sólida formación, humana, religiosa y sacerdotal, como fundamento, en primer lugar, para una profunda renovación espiritual y, en segundo lugar, para una adecuada adaptación, de acuerdo con las orientaciones y normas emanadas del Magisterio de la Iglesia y conforme a la índole carismática del Instituto.
Las distintas facetas de la vida religiosa en nuestro Instituto, desde el primer momento, favorecen una formación integral de cado uno de sus miembros, con sus distintos momentos, tiempo y lugares oración, soledad y silencio, estudio, apostolado, disciplina religiosa, convivencias, deporte y recreaciones, vinculación con las propias familias, y con las personas, comunidades y grupos con los que realizamos la tarea apostólica.
3) Aspecto apostólico
a. El alma de todo apostolado
Nuestro apostolado, que pertenece a la naturaleza misma del Instituto, “consiste, primeramente, en el testimonio de su vida consagrada” (Código de derecho canónico, 673), comenzando por nuestras propias comunidades religiosas, que son los primeros “prójimos”.
Cristo Rey, místicamente muerto y resucitado en cada uno de nosotros, debe ser el “alma” de todo apostolado, “pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos” (Hch 4,12).
Queremos ser testigos de la Realeza de Cristo, por la palabra y, sobre todo, por la santidad de vida.
Nuestro empeño por el Reinado Social de Cristo nos obliga a trabajar para que los laicos instauren todo el orden temporal mediante la acción social cristiana, a la manera como el fermento transforma la masa.
b. Nuestro Fin primario
El fin primario del Instituto será dedicarnos, con humildad y santo celo, al servicio de los sacerdotes (y aspirantes al sacerdocio) y consagrados, predilectos de Jesús y principales responsables del pueblo cristiano, ayudándoles, conforme a nuestro propio carácter, en su renovación espiritual y formación doctrinal, con vistas a su acción pastoral.
c. Predicación y docencia
La predicación evangélica es nuestro primer apostolado, porque “plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Co 1,21).
Utilizamos como medios principales: la predicación de la Palabra de Dios, la dirección de los Ejercicios Ignacianos (apostolado “típico” del Instituto), y el apostolado de la docencia, en los Seminarios, Casas de formación de consagrados, Universidades y Colegios.
Misión específica nuestra es la enseñanza, y propagación de la cultura católica, por todos los medios a nuestro alcance, por ejemplo, a través de cursos, conferencias, programas de radio y TV, publicaciones en periódicos, revistas y a través de internet.
Damos mucha importancia a la enseñanza de la catequesis, conforme a las orientaciones de la Iglesia, para llegar al corazón de las diversas culturas, respetando sus valores positivos y transformándolas con la fuerza del Evangelio.
Actividad muy propia del Instituto es también la dirección espiritual.
Gran parte de nuestra tarea apostólica la realizamos junto a los miembros de la Legión de Cristo Rey, formando con ellos una misma familia religiosa en el seno de la santa Madre Iglesia. Los Padres y Hermanos les asistimos espiritualmente y acompañamos de distintas maneras los grupos y actividades apostólicas y culturales organizadas por la Legión de Cristo Rey
d. Los Ejercicios Espirituales
El libro de los “Ejercicios Espirituales” (E.E.) de san Ignacio de Loyola es el código perfectísimo que hemos elegido, como fuente inagotable de celestial sabiduría, palestra del espíritu y arma potentísima de evangelización.
Tenemos una preferencia entusiasta por este método de perenne actualidad, tan recomendado por el Magisterio de la Iglesia y el testimonio de los santos, y que ha cosechado tantísimos y ubérrimos frutos, es algo distintivo de nuestro Instituto.
Hechos lenguas de fuego por los dones del Espíritu Santo, hemos de reproducir el “milagro” de Pentecostés por medio de ininterrumpidas campañas de Ejercicios; adiestrando y organizando a nuestros ejercitantes; construyendo, en fin, cuantas podamos, casas de Ejercicios, “a manera de fecundos oasis, colocados en el desierto de nuestro destierro en este mundo” (Pío XI, Enc. Mens nostra).